Gasolina se fue a quemar el cielo

 


Me entero, leyendo en las redes y gracias al ex ministro de Cultura, Reinaldo Iturriza, que ha fallecido un cultor popular en cuyos papeles dice Arturo Acosta, pero que en verdad se llamaba “Gasolina”. Y efectivamente, el tipo le metía candela a todo lo que hacía.


Si te lo topabas por la calle, podrías pensar que era un indigente. Sudaba copiosamente y usaba una barba tupida y cana, sobre la cual asomaban ojos pícaros, sabios y alegres. Gordo y con una mata de pelo revuelta, era como una versión decadente de San Nicolás. El pelo y la barba eran grises, pero uno no sabía si era que le salían así o si se le pegaba el hollín por el trajín de la calle. 


Tocaba el blues y el rock con un particular estilo, incorporando también la rítmica del Caribe; todo, en un cuatro maltrecho y siempre desafinado que de alguna forma mágica cobraba armonía entre sus manos.


Era un tipo genial a quien conocí en 2007, cuando trabajaba como periodista en el mismo ministerio (y por tanto en el mismo edificio) en que funcionaba la Misión Negra Hipólita. Para quienes desconozcan, comento que la Misión Negra Hipólita fue una iniciativa muy noble que intentaba recuperar del mundo de las drogas y la indigencia a quienes deambulaban por las calles. Lamentablemente, como a todas las buenas iniciativas de la década 2003 – 2013, la burocracia y la corrupción se la tragaron. Pero eso es otro tema.


La cosa es que él, Gasolina, necesitaba un cuatro nuevo y alguien se acordó de que yo era músico, así que me llamaron para que escogiera un cuatro que le iban a regalar. Conocí a Gasolina en el feliz trance de entregarle su cuatrico nuevo, mismo que en menos de dos años estaría igual de remendado que el anterior.


Gasolina, el salvador de José 


Un día Gasolina apareció en la oficina para informar de un caso muy particular que él conocía de primera mano. Nos aseguró que en la carretera hacia Mampote (a unos 30 km al este de Caracas), había un joven que no tenía identidad y que era explotado por un fulano.


La denuncia nos pareció tan rara y tan seria que preguntamos muchas cosas, hasta que nos dijo: “viejo, yo vivo por allá y si quieren yo mismo los llevo al taller donde trabaja”.


Dicho y hecho: nos montamos en uno de los vehículos de la Misión Negra Hipólita, cámara en mano, a ver qué era lo que pasaba. Con su guía, en menos de una hora estábamos en un taller mecánico común y corriente. Carros desarmados, piezas, grasa, perros guardianes llenos de grasa… y cuatro o cinco trabajadores.


Entre ellos un muchacho llamado José, quien al ser entrevistado aseguró tener 20 años cumplidos. Gasolina le pidió que se acercase a nosotros y nos contara lo que pasaba.


José no conocía a sus padres. Lo había criado una señora que ya había muerto, y ella nunca lo registró, de modo que José no tenía partida de nacimiento, ningún registro legal, no tenía cédula de identidad. A los ojos de la ley, José no existía.

Lo increíble es llegar a los 20 años en esas condiciones. Sin documentos, José no fue nunca a la escuela formalmente; todo lo que aprendió fue por medio de maestros “de la vida”; la vieja le enseñó las letras, las cosas básicas de la convivencia, los modales. Luego con amigos y gente mayor fue aprendiendo diversos oficios que le permitían trabajar.

Pero sin documentos es muy difícil independizarse. José trabajaba en el taller y cobraba muy mal, sin poder moverse demasiado porque su instinto de supervivencia le decía que no era buena idea que un policía le pidiera sus papeles. Por otra parte, el dueño del taller lo trataba como a cualquier empleado y le permitía dormir adentro, así le cuidaba el local.


La situación de José fue conocida por las autoridades correspondientes y aunque fue un trámite raro, finalmente tuvo un registro, una cédula de identidad y una beca para estudiar bachillerato.



Epílogo quemado.


Desvencijado, el Gasolina, pero San Nicolás. Era un tipo que hacía el bien, allí a donde llegaba le metía candela a lo que estaba mal. Y el verde volvía a brotar tras su paso.

La única vez que vi a Gasolina bien vestido y con las canas blancas, fue cuando se presentó en el Ciclo SonARA que se daba en el Teresa Carreño y otros teatros del país. Me costó reconocerlo, pero era él, con su cuatro (otro más rústico que el que yo le había entregado, limpiecito, especialmente para la ocasión), y su grito guerrero en tiempo de blues.

Ya nos volveremos a ver, te encontraré por el humo.

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