Normalidades y “porsiacasos”.



Varias veces, con cada viaje que hacía, regresaba a nuestras conversaciones, -las que teníamos Natasha y yo- una palabra: “normalidad”.

Si alguna cosa es anormal es que un objeto pesado vuele; que ese objeto vaya lleno de gente y así, los humanos volemos. En un mundo que se apresta a celebrar los 50 años de haber llegado a la Luna todo eso debe sonar muy ingenuo, pero la verdad es que es anormal.

Las cosas más sorprendentes, como el que un sujeto esté escribiendo esto a poco menos de 12 km sobre el nivel del mar, y que haya probablemente otro montón de gente haciendo cosas similares, se han hecho cotidianas, gracias a la impresionante capacidad creativa de esta especie: homo sapiens sapiens.

Pero quería hablarles de la normalidad y, por supuesto, me distraigo ¡eso sí que es normal!. Ella viajó en avión cuatro veces en el mismo período en que yo ninguna vez. Finalmente estamos volando juntos y ahora la palabra normalidad no es una referencia sino una sensación vívida.

Lo último que escribí en Facebook hablaba muy mal del funcionamiento de las cosas en Venezuela. Uno sabe, ¡carajo!, uno sabe que el país, lo que se dice ¿normal?, normal no es. Se trata de un país de soñadores a quienes nos despertaron a patadas y nos sacaron de la cama entre improperios. Algunos despertaron al frío de un cañón entre los dientes; otros lentamente, en la medida en que el hambre se hacía más difícil de disimular.

Cuando uno se habitúa a vivir en un espacio “no normal”. adquiere hábitos un poco raros. Por ejemplo, guardar una de las dos bolsitas de azúcar que te dan con el café aunque en realidad sabes que deseas ponerle las dos. Nunca se sabe cuándo habrá. Tener tu propio papel higiénico o tus servilletas contigo. Por si acaso. Vivir en un “porsiacaso” permanente disipa la normalidad.


Lo tremendo es que me bastaron escasas horas para asistir a la rareza de lo normal. En un avión nada es normal: los baños son pequeños y raros, todo está lleno de pequeños artificios que hacen llevadero el hecho de estar confinados durante horas en una cosa que flota en el aire. La comida del avión tampoco es normal: es artificial, son raciones pequeñas, diseñadas para tan extraña circunstancia.

Un pastel de carne con puré de papas, una minúscula ensalada que se podía aderezar con miel mostaza; dos bocados de pollo, otra variedad de ensalada. Un pequeño quesillo y un vaso (plástico) de vino tinto, que podía rematarse con un café (éste acompañado de crema de leche y una bolsita de azúcar). Todo en porciones mínimas. Es un tentempié para que nadie llegue desmayado a Buenos Aires.

Sobrevolábamos Brasil y esa fue mi primera comida fuera de Venezuela en 5 años, desde que me despedí de La Habana con un suculento almuerzo. Mientras disfrutaba el servicio me asaltó la certeza de que no había comido normalmente en mucho tiempo. Me he acostumbrado a comer los excedentes de los porsiacasos. Normalidad. ¡Qué extraña es la normalidad cuando comprendes que ya no la recuerdas como era!

Es inevitable pensar en gente querida, en gente amada, y añorar que pronto nos podamos reencontrar en la normalidad que hace tan poco tuvimos.


P.D.: Guardar la bolsita de azúcar no es tan malo. Este café me lo tomé con crema no láctea y DOS bolsitas de azucar. No es el mejor café, claro que no, pero me hizo recordar que una vez tuve una vida normal.  

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